Halaaaa lo que puedo llegar a flipar
Corría con las manos atadas entre los pelados y delgados árboles blancos que eran mi única guía en la oscuridad. Reflejaban la tenue luz de la luna y las estrellas. Sudaba líquido helado que descendía por mi espalda, corriendo contra el escalofrío que, lentamente, se apoderaba de mi columna vertebral. Aún podía oir las voces tras de mi. Se gritaban entre ellos frases que apenas
podía ni quería entender, en un idioma lejano para mi entendimiento. El sosiego de la noche pasada era una historia, un recuerdo en mi frágil memoria. Sólo podía recordar que su piel era suave, sus labios dulces como la miel y su sexo cálido como el vientre de una madre. Pero era la mujer equivocada y el lugar, inapropiado...
El primer estruendo atravesó su pecho y partiendo en dos su corazón... y el mío. Mientras la figura recortada contra la luz del pasillo reponía el balín de plomo, depositaba apresuradamente pólvora en el cañón y amartillaba la culebrilla, yo ya había recogido mis armas y le había atravesado con el sable. Pero no estaba solo. Llevaban semanas tras mi pista y le había costado la vida a demasiada gente. Y en especial a ella. Sólo entendí unas palabras chilladas desde la ventana por la que me arrojé hasta el pajar:
"¡Nadie toca a mi mujeg y vive paga contaglo!". Y además en su casa. Mucho no la amaría si las ordenes incluían matarla a ella.
Pero no todo salió como las últimas cien o doscientas veces. Desde que la conocí me había vuelto un animal de costumbres y eso no es bueno para un furtivo. Entrar y salir de las casas de las mujeres de otros era un deporte arriesgado y a la vez divertido para ambos, pero este cruel noble francés había sido demasiado incluso para mi. Apareció con sus amigotes y sus guardianes, tendieron una trampa casi perfecta y cuando estaba a punto de huir, me falló la suerte. La paja del carro no era paja...
Lo último que oi antes de caer inconsciente fue una palabrería en francés... "Esta vez egues mío".
La sangre me brotaba profusamente por la herida de la frente cuando desperté de la dura caída y el gabacho la sorbía con deleite. Sus ojos rojos se clavaban en mi alma como las cuerdas me abrasaban las muñecas y eso me recordaba vagamente las brasas que quemaban mi pecho cuando arrancaba el corsé de su mujercita para romper todo lo que el no obtenía más que a la fuerza. En ese mismo momento sonreí, enseñando mi boca ensangrentada. Le escupí en la cara.
"¿Aún tienes ganas de peleag?", gritó limpiándose la barba roja, "¡Levantadlo!".
Tres o cuatro brazos me pusieron en pie. Empezaba a recobrar la visión y ya no era una mancha borrosa lo que se movía frente a mi. Era un hombre de unos dos metros de altura y algo en su rostro no era ni medio normal. Quizá sus ojos rojos o sus dientes puntiagudos. Realmente era un tio extravagante. Menuda manera de gastar su dinero...
Me giró para encararme hacia el tupido bosque. Se acercó a mi oído derecho.
"Segugo que te paguece mil veces más poblado que el coñito de mi mujeg... ¿vegdad?".
A duras penas asentí. Su aliento olía a la muerte que se acerca. Mal chapurreaba el español y eso era lo más desagradable: oírle arrastrar las erres.
"MujeRRR", susurré, "Se dice mujeRRR. No mujeg". La ironía me costó un palo en los riñones y volví de bruces al suelo.
"Niño español...", habló de nuevo, "Cogue pog tu vida". Me levantó con una mano y me empujó contra la primera línea de árboles. Me volví hacia él enjugando la sangre con el puño de la manga de la camisa.
"Corre", susurré, "Se dice coRRe". Sonrió pálido como la luna y me dio la espalda. Sentí tal impacto en el estomago que volé dos o tres metros hacia el interior del bosque desparramando sangre por el aire.
Me levanté y empecé a correr como alma que lleva el diablo mientras mi cabeza se perdía entre desvaríos de venganza y oía al francés y sus amigos gritar...
La mujer equivocada y el lugar inapropiado... miraba hacia atrás cuando sentí el impacto en el pecho. Un dolor agudo se hacía notar claramente a la vez que giraba la cabeza hacia el frente. ¡Menuda estupidez! Por mirar hacia atrás me había dado de bruces contra un árbol, y como un buen palurdo me había clavado una rama de medio palmo de ancho hasta atravesar mi pecho de parte a parte. El sabor de la sangre me trajo de nuevo recuerdos de las noches pasadas. Salado. Sabor salado. Cuentas saldadas con la muerte. La muerte me sonreía, pero tenía su rostro. Y sus pechos. Y el agujero entre ellos, pero no sangraba. Descolgué mi cuerpo de la rama con esfuerzo sobrehumano y la poca sangre que me quedaba cayó al suelo mezclándose con el barro. Ella me arropó entre sus brazos.
Sé que no hemos muerto. No del todo. Una fuerza superior a la del hombre nos mantiene con vida. Juntos en aquél bosque en la eterna noche de luna y estrellas pálidas. Él siempre nos busca y nosotros siempre huimos. De esto hace ya mucho tiempo, y los coches pasan demasiado cerca del bosque en estos días, sin saber que un hombre dejó su corazón en el bosque, y que la mujer que le amó lo recogió en su propio pecho, donde lo guarda como el mayor tesoro.
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